domingo, 20 de agosto de 2017

El puzzle de mi vida.



Hay momentos en la vida que se prolongan más allá de los días, más allá de los meses e incluso esos momentos duran años. Esos instantes donde el menor movimiento requiere el mayor de los esfuerzos y la composición del más simple de los pensamientos es una tarea ilusoria. Cuando te encuentras en un abismo, apartado del tiovivo de la vida. En un agujero negro en el que deseas quedarte sin retorno y con ánimos de  dejar de oler las flores del campo, el canto de los pájaros, las figuras en forma de nubes arrastradas por la suave brisa del otoño que hace bailar hojas en los bosques.
De esos momentos en donde el sonido del teléfono es una tortura hasta convertirse en una fobia. En dónde el refugio más aislado es el mejor de los paraísos. En donde las palabras son banales y el silencio el mejor de los compañeros. De allí donde habita el peor de los deseos se puede salir y el tiempo te saca para invitarte a comenzar un nuevo viaje en donde muchos ya se han ido y otros están por venir. Fue ese tiempo el que se encargó de las  despedidas y de la aceptación de nunca jamás. Maestro de la vida que compone y recompone las piezas de lo que somos una y otra vez más. Cómo en un puzzle, perdemos y reencontramos piezas; muchas veces encajan perfectamente, otras se han dañado y hay que repararlas pero siempre están. Sólo hace falta eliminar lo superfluo e iluminar el espacio para ver que todo puede volver a encajar.
En diciembre hará dos años que emprendió viaje. La añoro como nunca creí que la añoraría. Las cosas que dejó conmigo siguen en donde ella las dejó. Cómo si ella fuese a volver en cualquier momento no tiré nada. Hoy, ya sé que no llamará a la puerta y me dará un beso. Hoy comienzo a limpiar de pasado mi vida para que quepa plenamente el presente.

jueves, 17 de agosto de 2017

Viaje a la infancia





Paisaje desde la Camperona


Siempre era verano. No recuerdo en qué mes. El viaje se hacía en autobús, cargados de bolsas. Primero uno de Mieres a Sama. Después otro a la Camperona o ¿era a Carbayín? Tampoco recuerdo la llegada a casa. Han pasado más de cuarenta años de aquellos veranos de mi infancia en casa de güelita.


Un día cualquiera empezaba con un buen desayuno con leche recién ordeñada y manteca hecha por Lucinda. Aquellas mantecas de natas batidas durante horas en la cocina de la casa con olor a pueblo. La cocina de carbón siempre encendida y la olla a un lado. Y después juegos con las niñas del pueblo, Yoly y Anina. ¿Qué será de ellas? Los veranos en La Comba fueron distanciándose y con esa  distancia nuestra  amistad.


A media mañana, cuando el panadero pasaba, güelita ya tenía lista la comida en la fiambrera, con la bebida y la  manta para  pasar el día en la Camperona. Subíamos en la furgoneta hasta el Planu. Güelito ya había partido a primera hora, con Marín, andando por los caminos que atajaban la distancia.


No había preocupaciones. Comíamos tortilla de patata, rollo de bonito con patatas o ensaladilla rusa. Bota de vino, agua de la fuente. Recogíamos manzanilla por el campo, al lado de la ermita, moras en los artos de las lindes y nos  tumbábamos encima de la manta de cuadros tirada en un llano bajo el castaño, el nogal o el avellano a dormir la siesta. Paseos por los caminos hasta el prau cercano en donde algún familiar segaba. Y al caer la tarde regresábamos cuesta abajo visitando a los amigos que nos venían de paso.


Llegábamos a casa y nos íbamos camino del bar de Angeles. Los paisanos daban fin a la partida de cartas y se iban a sus cuadras. Luis ordeñaba a Estrella y a Lucera. A veces me salpicó con la  leche saliendo de la ubre. Casi siempre me llenaba un vaso, de los de tomar sidra de leche con espuma y caliente. Probablemente ahora no sería capaz de tomar aquella leche recién ordeñada. 


Cena y tele en el chigre. De vuelta a casa, iluminando el camino de tierra y piedra con una literna. Dormíamos los cuatro juntos. Cuando Marín y yo éramos incapaces de conciliar el sueño, güelita nos asustaba con la coca Ramona. 


Ningún día era igual. No había tiempo para el aburrimiento. Siempre en la calle, en el campo, con los animales.  


Sheila Lumen

Eran las ocho menos diez minutos cuando pedimos dos Riberas del Duero a la camarera que atendía la barra del bar. Una muchacha se acercó a...