domingo, 11 de marzo de 2018

El carrín de piedra



Y sin saber cómo, llega el recuerdo de aquellos días de primavera en que las tardes se alargaban con el flirteo de quien nos hacía tilín, al compás de las rumbas que sonaban entre las risas de los chicos y chicas divirtiéndose en los coches de choque.  No habíamos cumplido los dieciséis. Sabíamos todas las letras de las canciones. Canciones de nuestras vidas, de nuestros sentimientos. Besos robados en un oscuro callejón de un polígono, una mano aventurera en la oscura sala del cine, una fiesta improvisada en la casa de unos padres que no están. Aquellas patatas bravas en el mesón, el vino de misa, la cerveza y el cubata en la discoteca.
Lunes a clase, bajo la escrutadora mirada de la hermana Irene. Llegábamos cabizbajas, con la mirada perdida en los recuerdos y el deseo de que a la una, en el kiosco de piedra estuviera el amor del momento, sus amigos y los padres que desconfiados alertaban de que no éramos un buen ejemplo para el resto de las chicas de colegio de pago..
A las tres, la hermana superiora, observaba las compañías con las que llegábamos. Revisaba el largo de nuestra falda, nos obligaba a subir las medias y desenrollar el talle de la falda. Ya no hacíamos filas. Éramos las mayores. A las cinco nos esperaban en el kiosco de piedra.

lunes, 5 de marzo de 2018

Independencia femenina

Y despertó, tomó un vaso de leche con galletas, se lavo los dientes y la cara. Se vistió. Guardo sus cosas en el bolso y comprobó que todos los accesorios de la cámara estuvieran en la mochila. Se puso la cazadora, cogió todo sin olvidarse del trípode y cerrando la puerta de la casa se fue hacia el coche. Programó el GPS. Sabía el camino y no creía que se perdiera si fallara el Google Maps. No solía hacer distancias largas. Conducir sola más de cien kilómetros era uno de aquellos retos que se había propuesto. Puso la radio y emprendió el viaje. Era fácil. Una hora por autopista. Se sentía bien. Estaba siendo la mujer que hacía muchos años dejó de ser.

viernes, 2 de marzo de 2018

Tempus fugit




El tiempo continúa su camino hacia el infinito, retrocedo a un pasado anclado en recuerdos que no importan nada.
Fue muy de mañana. Quizás no tanto. Hacía sol. Giramos la rotonda en el nuevo Peugeot de segunda mano, en aquel día de invierno. No sé si la fuente tenía agua. Sé que no pensé que no volvería a vivir allí. No volvería desayunar en el bar de siempre. Ni tampoco pensé en el café sin avisar en casa de mi amiga . Miraba hacia delante. No sé si ilusionada o fingía felicidad por ir rumbo a lo desconocido alejándome de quienes me habían herido.
foto: ©nvaldés
Todo era incierto. Sin trabajo seguro, sin casa y con unos pocos ahorros en el banco que apenas durarían un par de meses.
No hubo tristes despedidas, tampoco vi lágrimas. Quizás todos estuvieran demasiado acostumbrados a verme marchar.
Era el invierno del 98 y en los siete últimos años entre viajes a cursos, contratos de trabajo fuera, viajes de placer y fines de semana que se alargaba semanas en la casa del pueblo, había perdido bastante el contacto con amigos y conocidos. Hacía cuatro años que me había casado y eso había influido para que mi vida, la de siempre hubiera sufrido los cambios habituales. Lo pienso ahora que reflexiono. Antes sólo vivía sin analizar el cómo, el por qué y el para qué.
Llegué a Mallorca y pensaba en todos. Escribía cartas que nunca o casi nunca me contestaron. Llegó la decepción y también el olvido. Pasó un año hasta que mi vida en la isla comenzó a construirse
Mi mundo había cambiado. Se hizo evidente cuando nadie me paraba por la calle. A las pequeñas cosas de cada día se les decía de forma distinta. Descubrí que allí se hablaba en otra lengua. Los días de niebla y lluvia se convirtieron en espléndidas tardes de cielo azul y paseo por la playa.
Intenté transmitir y compartir todo aquello con todos los que hasta entonces les había hecho partícipes de mis sentimientos. Apenas tuve respuestas. O las respuestas no fueron las que yo esperaba. Me había ido. Tenía otra vida y ellos seguían con la suya, la misma a la que yo había renunciado. No les interesaba saber la realidad del cambio, ni tampoco descubrir que aunque para mi ellos seguían siendo mis amigos, yo estaba ante una sociedad de costumbres y cultura diferente a la que me tendría que adaptar.
Pronto decidí renunciar a las llamadas y a las cartas. Una o dos veces por año regresaba a visitar a la familia y salía un par de noches en busca de caras conocidas. Todo era igual, pero yo era diferente.


Sheila Lumen

Eran las ocho menos diez minutos cuando pedimos dos Riberas del Duero a la camarera que atendía la barra del bar. Una muchacha se acercó a...