lunes, 1 de octubre de 2018

El tiempo no borra todo

Una vida al lado de una persona y apenas sabes nada de ella.

Cada mañana al mirarse en el espejo, no piensa en lo que la vida le ha dado. No importa recordar lo que le sucedió durante medio siglo de existencia. Las neuronas lo almacenan. Lo utilizan como ingrediente para moldear el carácter. Hay bueno y malo, como todo en esta vida.

No podrá contar historias ni a sus hijos, ni a sus nietos. Quizás alguna anécdota a alguno de sus sobrinos. Jamás sabrá el verdadero origen de su existencia. Creyó que no importaba. Se confundió.

Como una descarga, aparece algún recuerdo. No siempre agradable.

Recordaba aquella escuela con pupitres de madera oscura y gastada por los años. Un aula grande en donde todos estaban juntos; mayores y pequeños. Un profesora arrugada que hablaba sin parar. Una imagen vaga que se mezcla con una merienda en un patio. Bocadillo de nocilla o pan con mantequilla. Una cuesta para subir a la casa. Un matrimonio y un hijo.

Los nombres llegaron después del pensamiento, después del recuerdo que la madre contó poco antes de morir. Tina y Pedro no dejaron verla. Cuando no había línea de teléfono en las casas, ellos dieron orden a la telefonista del pueblo que no pasara sus llamadas. ¡No están en casa!

Trabajaba la madre para darles todo cuanto podía. En agradecimiento por cuidar a la hija, por tenerla en su casa les llevaba comida, regalos y dinero. Hasta que se dió cuenta que la maldad existe hasta en el corazón de las aparentes buenas personas. Tenían un hijo pero les faltaba una hija.

El amor de la madre arrancó a su hija de aquella familia. Se fueron lejos y jamás volvieron a saber de ellos. Silenció la historia que como tantas otras la fue comiendo por dentro. Una tarde, antes de morir, la contó a su yerno. La memoria de la hija sólo recordaba una cuesta, un aula y un bocadillo de nocilla.

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