domingo, 11 de marzo de 2018

El carrín de piedra



Y sin saber cómo, llega el recuerdo de aquellos días de primavera en que las tardes se alargaban con el flirteo de quien nos hacía tilín, al compás de las rumbas que sonaban entre las risas de los chicos y chicas divirtiéndose en los coches de choque.  No habíamos cumplido los dieciséis. Sabíamos todas las letras de las canciones. Canciones de nuestras vidas, de nuestros sentimientos. Besos robados en un oscuro callejón de un polígono, una mano aventurera en la oscura sala del cine, una fiesta improvisada en la casa de unos padres que no están. Aquellas patatas bravas en el mesón, el vino de misa, la cerveza y el cubata en la discoteca.
Lunes a clase, bajo la escrutadora mirada de la hermana Irene. Llegábamos cabizbajas, con la mirada perdida en los recuerdos y el deseo de que a la una, en el kiosco de piedra estuviera el amor del momento, sus amigos y los padres que desconfiados alertaban de que no éramos un buen ejemplo para el resto de las chicas de colegio de pago..
A las tres, la hermana superiora, observaba las compañías con las que llegábamos. Revisaba el largo de nuestra falda, nos obligaba a subir las medias y desenrollar el talle de la falda. Ya no hacíamos filas. Éramos las mayores. A las cinco nos esperaban en el kiosco de piedra.

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