martes, 9 de octubre de 2018

El café



Las ramas golpeaban la pared. La gente corría hacia los soportales de la plaza. Una avalancha de gente, de cabezas mojadas, llenó de golpe la cafetería. Su cuerpo se estremecía. No era el rugir de la tormenta ni el frío que la acompañaba. Su mirada, inquieta, iba de la taza del café con leche a la puerta del local. Pasaban cuarenta minutos de la hora acordada de la primera cita.
Arrecia  la lluvia y los turistas abandonaron el refugio temporal. Las tazas vacías sembraban las mesas de madera decapada en azul pastel. La chica de cara redonda y piel blanca, con su delantal blanco,  ordenaba las sillas tapizadas con dibujos de mariposas blancas, a la vez que colocaba desordenada mente vasos y platos en una bandeja de metal. Apagada por el chocar de la loza que salía y entraba del lavavajillas, apenas se percibían las notas del saxo que sonaban por los altavoces disimulados tras las macetas de pothos que colgaban  descaradas del techo pintado con angelotes trompeteros.
En una esquina una pareja veinteañera, conversaba en alemán sobre lo que harían el resto de la tarde. Con la piel quemada por el sol y  cogidos de la mano, acababan las frases con efímeros besos, apenas humedecido por los labios.
Su mano de dedos infinitos, removía impaciente el café con leche ya frío por la espera, a la vez que consultaba su móvil. Sus ojos miraron hacia los veinteañeros enamorados y exhalando un suspiro recordó aquellos años de adolescente en la esquina del patio del instituto. Aquellos días de aventuras y besos robados. El tintineo de las campanillas  volvió a desviar la atención hacia la entrada del local


Se llamaba Pere Andreu según dice la documentación que se encontró en su cartera.  Murió en el acto, aplastado por la carga de un camión que patinó al pisar los frenos en la avenida. La lluvia torrencial impidió al conductor verle con antelación por el retrovisor. No tenemos datos de familiares. La policía abrirá una investigación y el cadàver permanecerá en el depósito hasta que reconozcan el cadàver.

Había pasado más de una hora sin ningún mensaje en el móvil. Contenía las lágrimas. Todo parecía indicar que la cita con el nuevo amigo virtual deparaba, por fin, una relación seria. Otra vez se equivocó. Pidió la cuenta y se fue por el bulevar mojado de la lluvia de aquella tarde de octubre. A lo lejos un tumulto de gente y luces de sirenas. Policía y ambulancias; gente arremolinada; el tráfico parado. Cruzó el bulevar evitando el barullo. Y se  metió por un callejón estrecho que le llevaba a su casa.

lunes, 1 de octubre de 2018

El tiempo no borra todo

Una vida al lado de una persona y apenas sabes nada de ella.

Cada mañana al mirarse en el espejo, no piensa en lo que la vida le ha dado. No importa recordar lo que le sucedió durante medio siglo de existencia. Las neuronas lo almacenan. Lo utilizan como ingrediente para moldear el carácter. Hay bueno y malo, como todo en esta vida.

No podrá contar historias ni a sus hijos, ni a sus nietos. Quizás alguna anécdota a alguno de sus sobrinos. Jamás sabrá el verdadero origen de su existencia. Creyó que no importaba. Se confundió.

Como una descarga, aparece algún recuerdo. No siempre agradable.

Recordaba aquella escuela con pupitres de madera oscura y gastada por los años. Un aula grande en donde todos estaban juntos; mayores y pequeños. Un profesora arrugada que hablaba sin parar. Una imagen vaga que se mezcla con una merienda en un patio. Bocadillo de nocilla o pan con mantequilla. Una cuesta para subir a la casa. Un matrimonio y un hijo.

Los nombres llegaron después del pensamiento, después del recuerdo que la madre contó poco antes de morir. Tina y Pedro no dejaron verla. Cuando no había línea de teléfono en las casas, ellos dieron orden a la telefonista del pueblo que no pasara sus llamadas. ¡No están en casa!

Trabajaba la madre para darles todo cuanto podía. En agradecimiento por cuidar a la hija, por tenerla en su casa les llevaba comida, regalos y dinero. Hasta que se dió cuenta que la maldad existe hasta en el corazón de las aparentes buenas personas. Tenían un hijo pero les faltaba una hija.

El amor de la madre arrancó a su hija de aquella familia. Se fueron lejos y jamás volvieron a saber de ellos. Silenció la historia que como tantas otras la fue comiendo por dentro. Una tarde, antes de morir, la contó a su yerno. La memoria de la hija sólo recordaba una cuesta, un aula y un bocadillo de nocilla.

Sheila Lumen

Eran las ocho menos diez minutos cuando pedimos dos Riberas del Duero a la camarera que atendía la barra del bar. Una muchacha se acercó a...