domingo, 2 de diciembre de 2018

Historia inacabada (I)




Y de repente en su mundo sólo existió el momento. Los labios entreabiertos dejaron que las lenguas se acariciaran con la ternura del deseo, a la vez que entrelazaban sus dedos. No hubo palabras. Hubo miradas. La fiesta continuaba para los demás, que de reojo miraban a aquella extraña pareja. 

Despertó y no supo si aquel sabor dulce que aún permanecía en su boca era real o el resultado de un sueño. Se sentía extraño. Unas nebulosas de confusiones giraban en su mente. Miró el reloj y aún no era medianoche. No recordaba cómo llegó a su casa, sí que recordaba que después de clase se había quedado a tomar unas cervezas con los compañeros, vagamente recordaba un gin-tonic en la barra del bar. 

Permaneció con la mirada fija en el techo. Una lámpara antigua en bronce de cinco brazos que terminaban en bombillas con forma de vela, colgaba del techo. Le recordó la lámpara antigua de su niñez en la casa de su madre. Apenas se atrevió a parpadear. Su respiración apurada y entrecortada por los años de fumador empedernido y las ráfagas de imágenes de aquella tarde que poco a poco llegaban a su retina. 

El calor en la habitación era extenuante y la sábana pegada al cuerpo sudoroso le daba más calor. Era un invierno extraño, afuera, un calor seco qué no se recordaba en los últimos años, las rosas, el hibisco, la buganvilla y el resto de plantas del jardín florecían en el mes de diciembre. 

A lo lejos oyó el sonido perezoso de un cencerro acompañado del infinito mugir de alguna vaca que pastaba frente a aquella habitación de hotel. 

Se levantó y abrió la contraventana de madera de castaño tallada con geometrías celtas. La ventana de una sola hoja, era del tamaño justo para ver el paisaje. Con un acto reflejo cerró los ojos cegado por el sol radiante del mediodía. Frunció el ceño. En unos instantes pudo disfrutar del verdor del valle y de las agrestes montañas que amenazaban con sus picos plateados cómo espadas alzadas al cielo azul. Hacia el lado opuesto, un verde con estelas blancas, donde se vislumbraban puntos de colores chillones. Olía a mar. 

Bostezó a la vez que elevaba sus brazos como si quisiera alabar al paisaje sembrado de tejados de pizarra negra y barcos de pecadores que se mostraba ante él. 

—¡Tendría que haberla avisado! — se dijo a si mismo camino del baño. Abrió el grifo de la ducha. Se miró al enorme espejo que ocupaba la pared enfrentada al lavabo encastrado en mármol blanco con vetas grises. El gran espejo se reflejaba en otro no tan grande colgado sobre la parte superior del lavabo. Las combinaciones de espejos hacían un reflejo infinito de su cuerpo. Evitó mirarse. La ducha caliente intentó apaciguar su estado. Aquella erección interminable con la que había despertado se mantenía entre el agua y el jabón qué resbalaba por su piel. El recuerdo borroso de aquella tarde y el deseo insatisfecho aumentaba la excitación. Abrió el grifo de agua fría a la vez que cerraba el caliente. La ducha regaba desde la cabeza a los pies; el agua se deslizaba surcando cada uno de sus pliegues formando diminutos riachuelos. Enjabonó su cuerpo lentamente, con un suave masaje sin dejar ningún rincón de su cuerpo libre de espuma. Dejó la esponja, y el agua enjabonada cayó hasta escaparse por el sumidero bajo sus pies. 

—Esto tiene que acabarse, no puedo seguir así— susurraba mientras la piel se le erizaba del frío y su miembro se escondía. Abrió la mampara y salió de la ducha. Cogió la toalla, secó su cuerpo lentamente como si de un ritual se tratase. 

El teléfono sonaba insistentemente. Dudaba si contestar. Sospechó quien podía llamarlo de forma tan insistente a aquellas horas. Su cargo en el partido, no le permitía ignorar una llamada. 

—¿Sí? diga...— Se encontró nuevamente con su imagen reflejada en el espejo que cubría toda la pared, avergonzado por su peso rehusó el reflejo de su imagen una vez más. No le gustaba su cuerpo. Vivía acomplejado, aunque trataba de disimular con ropa floja y ese aire despreocupado de bohemio que a menudo tenía que abandonar para cumplir con los actos oficiales que su cargo requería. —Por favor, esto que me planteas es inviable. Estoy a más de mil kilómetros y no podré resolver la situación. Dile al jefe que nombre a alguien en mi lugar— Pulsó la tecla roja cortando la llamada y después desconectó el móvil. Necesitaba pensar y sabía qué no le dejarían. Volvió a encontrarse en el espejo. 

Busco en el armario la ropa adecuada para aquel día extraño. Se vistió y salió a explorar los alrededores. Afuera comenzaba a nevar. 





Una y otra vez, insistentemente, las olas acariciaban las rocas de la orilla; las cubría suavemente, impregnándolas con una fina capa de sal. Brillaban como agradeciendo el frescor con que eran saciadas. Hipnotizada por el baile acompasado, sus ojos no se apartaban de la orilla de la playa. Como las olas repicaban en sus oídos, sus pensamientos resonaban en su cabeza. No era molesto. Quizás un poco perturbador. ¿Era el presagio de lo inevitable? El murmullo de la gente apenas era audible. Ella también tenía necesidad de ser saciada con la suavidad de la pasión qué el deseo desata. Con la fragilidad de la primera vez. Con la curiosidad de quien abre un regalo. Tenía miedo al dolor, al sufrimiento, a la decepción, a la perdida de una amistad. Sabía que como amigos su relación no tendría fin.

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